Orgullo no es silencio.
No es asimilación.
No es autoborrado.
No es disculpa.
Orgullo es exponerse.
Manifestar opinión.
Hacerse ver, incluso cuando no es conveniente.
Caminar con intención.
Vestirse sin miedo.
Hablar con las manos.
Ocupar espacio con el cuerpo, aunque no se rija por el canon.
Expresarse en gesto, actitud, volumen. En lo que algunxs consideran “demasiado”.
Orgullo es hacer ruido.
En el sentido de ser visible. Inconfundible. Inevitable.
En el sentido de: “No voy a achicarme solo para que tú estés cómodx.”
Porque sí: la feminidad en los hombres, la masculinidad en las mujeres, la no conformidad de género en cualquiera también es orgullo. Y merece un micrófono.
Nos han dicho que bajemos el tono.
Que nos ajustemos a la norma.
Que encajemos.
Pero la pluma no es una fase.
Lo butch no es un disfraz.
Lo queer no es un problema. Es poder.
Y por eso, subimos el volumen.
Ser unx mismx: la visibilidad como poder
En la vida queer, ser visible no es solo cuestión de ser vistx, sino también de ser interpretadx. Y no siempre de forma justa. Puede ser liberador, sí, pero también peligroso. Un gesto, un tono de voz, un corte de pelo pueden decir más que un discurso entero. A veces son señal de seguridad; otras, incitan a la violencia. Pero a menudo no es una elección — sencillamente, somos así. Sin complejos.
Ser visible es exponerse a ser leídx antes de ser conocidx. Y aun así, decidir mostrarse sigue siendo uno de los actos más poderosos que podemos ejercer.
Para algunxs, esa visibilidad toma la forma de una suavidad que no se espera en su cuerpo. Para otrxs, está en la negativa a disimular los bordes, a “pasar desapercibidx”, a justificarse. A veces se manifiesta en una masculinidad butch, a veces en una exuberancia femme, a veces en una
resistencia silenciosa a los códigos de género. Pero casi nunca es casual. Es una forma que nace de años de tensión, de observación, de autodefensa.
El escritor Flanagan McPhee tuiteó recientemente: “Cada vez que hablo, siento que deshago años de haber sido borrado.” Ese sentimiento —el de dejar atrás siglos de ausencia de reconocimiento— nos recuerda que la visibilidad, cuando se reclama en términos propios, no es performativo. Se trata de presencia. No de destacar, sino de dejar de pedir permiso para ser y estar.
Love Is LoveTM
Cada junio empieza la avalancha. Logos arcoíris que florecen como por arte de magia. Colecciones que se lanzan con la etiqueta de “inclusiva”. Campañas que hablan de amor y liberación. Pero llega julio, y los colores se apagan. Y con ellos, desaparece el ruido.
En tiempos de marketing, lo queer se ha convertido en moneda. Un recurso para ganar relevancia, para simular progreso, para diversificar un grid durante unas semanas. Pero ¿qué pasa cuando esa visibilidad es prestada, no vivida; cuando lo queer se vuelve estética, y la solidaridad, una estrategia estacional?
Ser queer no es una tendencia. No sigue la lógica de las temporadas. No encaja en el calendario de campañas. No se suaviza para agradar. Se vive cada día — de forma compleja, contradictoria, profundamente encarnada.
La representación sin cambios estructurales es solo una puesta en escena. El apoyo sin compromiso, puro branding. Y son demasiadas las veces en que nos ofrecen tokens donde debería haber presencia. Un destello de color. Una cara prestada. Un momento cuidado al milímetro. Pero si no hay personas queer en la sala de decisiones, detrás de la cámara, en el briefing creativo... ¿qué estamos celebrando realmente? ¿Estás aquí porque importa o porque vende?
Aun así, hay gestos que se oponen a la simplificación. Cuando “Protect the Dolls” deja de ser una camiseta para convertirse en una exigencia política. Cuando Alex Consani pisa la pasarela no solo como modelo, sino como mujer trans que se niega a ser tratada como una excepción. Cuando Lauren Chan aparece en la portada de Sports Illustrated Swimsuit y pone sobre la mesa la visibilidad lésbica y la política del cuerpo en un mainstream que sigue sin saber sostenerlas. Cuando Hari Nef o Hunter Schafer protagonizan campañas sin tener que esconder la tensión que encarnan — y sin que nadie se lo pida.
Estas, y muchas otras, no son casillas de diversidad para llenar. Son fuerzas culturales. Interrupciones. Fricciones. Negativas a ser domesticadas. Y nos recuerdan que el Orgullo no pide permiso para entrar. Reclama espacio.
Por qué alzamos la voz
En UNO no entendemos la representación como una coletilla. No creemos en celebrar la diversidad solo cuando conviene, ni en poner el foco sobre ciertas identidades únicamente cuando el algoritmo lo recompensa.
Trabajamos en una industria regida por la imagen —y las imágenes moldean cómo nos ven. Quién puede ser miradx. Quién consigue el trabajo. Quién se convierte en posibilidad.
Por eso, en lugar de buscar caras distintas que digan lo mismo, abrimos espacio a otras formas de estar. A cuerpos que cargan historias. A identidades que no siempre se dejan definir. A voces que no repiten la misma historieta de siempre —y que nunca pretendieron hacerlo.
Desde el principio, nuestro trabajo no ha sido pulir ni neutralizar. Ha sido acompañar. Amplificar. Insistir en que la belleza no está en la omisión, sino en el detalle. En la presencia que no se disculpa.
No alzamos la voz porque esté de moda.
La alzamos porque muchxs aún no pueden.