La moda es un revulsivo para la transformación. Con ella, la promesa de la reinvención, de desafiar normas y derribar convenciones para abrir nuevos horizontes. Es ahí donde la fluidez de género ha encontrado un escenario abierto al mundo, la rebeldía se cose en las costuras y donde el poder se articula a través del lenguaje de las prendas. Y, sin embargo, en el corazón de esta industria, allí donde se toman las decisiones de mayor nivel, la historia tropieza con el inmovilismo.
A las puertas de un nuevo Día Internacional de la Mujer, un momento para observar el camino recorrido y el que todavía queda por andar, la moda de lujo pone sobre la mesa una contradicción inquietante. Quienes definen el futuro de la moda femenina no son, en su gran mayoría, mujeres. Las cifras hablan: de las 35 firmas de moda más influyentes, únicamente diez están lideradas por mujeres. Y cuando son ellas las que logran ostentar estos puestos, se enfrentan a un campo de batalla en que las expectaciones se multiplican y la tolerancia se reduce a la mitad.
La recién nombrada directora creativa de Givenchy, Sarah Burton, pasó más de 20 años definiendo la identidad de Alexander McQueen, pero cuando dejó el cargo en 2023, fue, quien la reemplazó fue, una vez más, un hombre. Louise Trotter, ahora al frente de Bottega Veneta, sigue la estela de una lista de nombres masculinos, todos ellos sinónimos de poder en la moda. Antes, Phoebe Philo, cuya etapa en Céline redefinió la moda de lujo e inspiró a toda una generación, decidió dar un paso atrás y saltar del engranaje corporativo en marcha para lanzar su propia firma independiente. Y aunque la llegada de Veronica Leoni a Calvin Klein marca un avance, es una de las pocas mujeres en romper con un sistema hipermasculinizado.
El mito del genio
Durante décadas, la moda de lujo ha sido presa de la obsesión por el genio masculino solitario: una suerte de enfant terrible cuya visión singular parece estar destinada a definir una era. Desde Yves Saint Laurent a Alexander McQueen, la narrativa de los grandes disruptores de la moda ha sido predominantemente masculina, perpetuando un ciclo en el que el poder se transmite, aparentemente, dentro de una jerarquía cerrada y en eterna retroalimentación.
Las mujeres, en cambio, rara vez reciben ese estatus mítico. A pesar de la influencia sísmica de Coco Chanel, su liderazgo es observado desde el escepticismo, a menudo atribuyendo su éxito a sus equipos antes que a su propia fuerza creativa.
Al mismo tiempo, la moda de lujo prosigue en su ya conocido juego de las “sillas musicales”, danzando alrededor del mismo grupo de directores creativos para ocupar las posiciones más codiciadas. Da la sensación de que los diseñadores que aún no han probado ser auténticos visionarios reciben el beneficio de la duda, mientras que sus homólogas deben acreditar su valía en cada paso, sin excepción.
Barreras más allá del talento
No es cuestión de savoir faire, sino de quién tiene acceso al poder. Alcanzar la cima, ya sea en la moda en concreto o en la vida común en general, no solo depende de una creatividad brillante, sino de contactos, privilegios y sesgos profundamente enraizados. Las maisons todavía apuestan por promociones internas, y el sistema no hace más que alimentar el desequilibrio actual al recaer las decisiones en manos de pocos—mayoritariamente, hombres.
El conservadurismo económico ha sumado un obstáculo a la ecuación. En tiempos de incertidumbre, las marcas tienden a recurrir a lo que perciben como una apuesta segura, lo que suele traducirse en volver a nombrar a un hombre. Pero los cimientos de esta lógica tambalean: numerosos estudios han demostrado que las empresas con liderazgo diverso no solo son más innovadoras, sino también más rentables. El éxito continuado de Prada, Hermès y Versace, todas pilotadas por mujeres, constata que las firmas dirigidas por ellas son una ventaja competitiva.
Una contradicción que se hace aún más evidente en un espacio en que las mujeres dominan las pasarelas, tanto en visibilidad como en ingresos. Las modelos ganan de manera sistemática más que sus compañeros masculinos, una rara avis en la brecha salarial de género.
Imaginando un futuro diferente
El 8M no debería ser únicamente un reconocimiento, sino una oportunidad para desmantelar las estructuras que históricamente han relegado a las mujeres a un segundo plano y para celebrar sus innegables contribuciones en el ámbito de la cultura. ¿Qué sería la moda si más mujeres estuvieran al mando? ¿Y si la industria representara realmente a quienes visten sus diseños, sostienen su economía y definen lo que en esencia es hoy?
La respuesta no es una conjetura: ya la hemos vislumbrado en el trabajo de algunas que han luchado por hacerse un hueco. Gabriela Hearst, al frente de Chloé, ha impulsado una visión de futuro que ha reformulado las reglas sobre cómo la alta moda puede comprometerse con la responsabilidad ambiental. Stella McCartney, pionera del lujo consciente, ha construido una firma global que demuestra que ética e innovación pueden convivir junto al atractivo. The Row, fundada por Mary-Kate y Ashley Olsen, ha cultivado un culto en torno a su marca precisamente porque entiende la vida de las mujeres más allá de la estética. El legado de Sarah Burton en McQueen supera la alta cultura; su obra es artesanía, storytelling y una negativa a encajar en nociones predefinidas de éxito.
Nos gustaría pensar que imaginar un futuro más equitativo para la moda no es un acto de idealismo, sino una exigencia para que una industria obsesionada con el progreso rinda cuentas con ese ethos.
La moda siempre ha definido la manera en que vemos el mundo. Tiene el poder de desafiar, de subvertir, de redefinir. Lo único verdaderamente radical ahora sería aceptar el statu quo como inmutable.
No lo es. Y nunca lo fue.