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25N: The Body as Battlefield, the Wardrobe as Resistance

NOVEMBER 25, 2025

5 MIN READ

25 de noviembre. Una fecha que no busca consuelo ni ceremonia: exige memoria. El Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer nació para honrar a Patria, Minerva y María Teresa Mirabal, activistas brutalmente asesinadas en 1960 bajo la dictadura de Rafael Trujillo en República Dominicana. Su muerte convirtió el 25N en un grito global contra todas las violencias que intentan disciplinar, corregir o acallar a las mujeres.

Más de sesenta años después, ese clamor sigue propagándose. Según ONU Mujeres, alrededor de una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual a lo largo de su vida. Millones viven sometidas a amenazas, coerciones, persecuciones digitales, formas de maltrato psicológico que no dejan moretones pero sí grietas profundas e irreparables. En 2023, más de 51.000 mujeres fueron asesinadas por su pareja o un miembro de la familia, lo que equivale a una media diaria de 140 feminicidios. La violencia persiste, muta, se traslada de lo doméstico a la pantalla, de lo visible a lo silencioso.

Sin embargo, la violencia no solo se manifiesta en forma de agresión física. Habita en la mirada que evalúa. En la culpa que se impone. En la pregunta que nunca debería existir —“¿qué llevabas puesto?”— y en la sospecha que recae siempre sobre el mismo cuerpo. Opera en lo cotidiano, en lo íntimo, en lo simbólico.

Por eso escribimos hoy. Porque el 25N no es tanto un homenaje como un recordatorio de que la violencia no comienza en el golpe, sino mucho antes: en cómo se observa, se juzga y se intenta controlar el cuerpo de una mujer.


Violencia que no deja marca, sí huella

La violencia invisible es, muchas veces, la que organiza la vida entera de una mujer. No copa titulares ni aparece en estadísticas; se cuela en gestos cotidianos, en pequeñas decisiones que se toman para esquivar un riesgo normalizado: cambiarse de ropa antes de salir, enviar un mensaje al llegar a casa, caminar por rutas iluminadas, evitar ciertos espacios, medir cada palabra. No es miedo irracional, es la adaptación constante —y forzada— a un entorno que promete castigo.

Sutil, perverso, asfixiante. Todo este discurso patriarcal parte de la premisa de que el cuerpo de una mujer es un objeto disponible para ser interrogado, opinado, disciplinado.

Y es ahí donde la moda entra involuntariamente, porque el juicio empieza por lo visible. La vestimenta se convierte en prueba, en excusa, en coartada. El sistema invierte la responsabilidad: la víctima acaba siendo cuestionada por su outfit, como si la brutalidad fuera una consecuencia estética y no un acto de poder. Antes de la tragedia, siempre hay un condicionamiento, el recelo, autoprotección que se torna en rutina.

Esta lógica ha sido expuesta una y otra vez por movimientos sociales que se han hartado de la culpa desplazada. #MyOutfitIsNotConsent nació en Irlanda para evidenciar el absurdo de vincular violencia sexual con apariencia a raíz de un mediático caso judicial contra una menor; #NiUnaMenos denunció que no hablamos de incidentes aislados, sino de un patrón estructural que asesina, vulnera y arrasa; y #HandsOffMyHijab recordó que también existe violencia cuando se obliga a una mujer a desvestirse, a descubrirse o a ceder a un código que no es el suyo.


En cada puntada, política

Vestirse nunca ha sido un gesto inocente. Mucho antes de ser industria, la ropa fue un signo de pertenencia, un marcador de libertad o de escarmiento, una frontera entre lo permitido y lo sancionado. En un mundo que examina a las mujeres con lupa, la moda ha funcionado históricamente como mecanismo de control: lo que debían ocultar, lo que podían mostrar, lo que se consideraba aceptable. No obstante, también ha sido —y sigue siendo— un espacio de resistencia, un artefacto subversivo.

A lo largo del siglo XX, muchas mujeres tradujeron el vestir en una forma de insurrección. Las sufragistas eligieron el blanco para hacerse imposibles de ignorar. Coco Chanel liberó cuerpos del corsé. Madeleine Vionnet redibujó una silueta hasta entonces moldeada para complacer. Vivienne Westwood hizo de la provocación su manifiesto. Ninguna de ellas hablaba solamente de estilo —hablaban de libertad, de territorio, de quién decide sobre un cuerpo.

Ese legado continúa hoy, aunque el escenario haya cambiado. En la era digital, la imagen circula a una velocidad que multiplica su impacto, y la moda se vuelve un statement inmediato: los diseños de Maria Grazia Chiuri que reclaman el feminismo como posición pública; el imaginario de Marine Serre, construido desde la memoria de crisis ambientales, migratorias y de género; o la ya icónica camiseta “Protect the Dolls”, una advertencia frente a la cosificación contemporánea.

Porque cuando a un colectivo se le niega la voz, el cuerpo habla. Y la ropa responde.


Cuando la imagen protesta

La resistencia se inscribe asimismo en lo visual. Hoy, toda figura tiene la capacidad de atravesar fronteras, anular silencios y construir un archivo colectivo de rebeldía. No es la estética por estética, sino la potencia política del altavoz: el instante en que una fotografía, un vídeo o un look pasa a ser evidencia, en comunidad, en ruptura.

Los últimos años así lo han atestiguado. Cuando el cabello cortado se convirtió en símbolo del movimiento "Woman, Life, Freedom"; cuando miles de mujeres tomaron las calles vestidas de negro durante el #MeToo como forma de duelo y denuncia; cuando cuerpos racializados ocuparon portadas y timelines exigiendo presencia bajo el grito de #SayHerName. La protesta ya no se limita al espacio físico, sino que circula en la representación que, repetida miles de veces, abre una grieta en el silencio.

En ese terreno, la moda actúa como amplificador. Una prenda, un encuadre, una pose: todo puede transformarse en declaración. Y no es casual. La imagen no olvida y la oposición necesita ser vista para ser reconocida. Allí donde la palabra no alcanza, el cuerpo —y lo que lo cubre— completa la frase.

25N: The Body as Battlefield, the Wardrobe as Resistance